“¡Muchacha faramallera!”. Me lo gritó una de mis tías, la más anciana y cascarrabias, cuando dije que quería ser fotógrafa. No sabía qué significaba la palabra, pero noté su goteo espeso y desagradable sobre la piel invisible. Tenía once años, una cámara de plástico desechable en la mano. El milagro del tiempo que se detiene en el obturador. Me deslumbró la posibilidad. Fotografiar como el futuro. ¿Los niños piensan así? Quizás por eso mi tía me llamó faramallera. Me lo dijo con la boca apretada, de mal humor. La vanidosa, la que quería llamar la atención. Apreté la cámara, la fotografía recién impresa. ¿Y qué tenía de malo ser faramallera?, ¿qué tenía de malo una ambición que no tenía nombre, pero era tan poderosa como convertirse en sueño?
Con los años aprendí que esa palabra que ya nadie usaba me definía mejor que otra. Que era la que despertaba las fantasías, la imaginación, el objetivo. FAAMALLERA por decidir que también deseaba escribir. FAAMALLERA por ser una mujer que no sería anónima. FAAMALLERA por mirar a la cámara y recordar que a veces una palabra que no existe es el mejor espejo de lo más importante e íntimo. Una forma de crear.
Aglaia Berlutti
Mi abuela Celina hablaba de una tía en Valera, su pulpería llena de termos con polos de kola, su majestuosa mata de dátiles en el jardín. Nombraba también la mala suerte y la desdicha que habían arrastrado a la mujer a ese mundo distante donde, cierto día, comenzó a contar estundaques. ¿Eran piedras, estacas, insectos, boletas de alimentación? Mi abuela nunca lo supo. Cuando fue de visita a aquella casa de corredores oscuros la palabra ya estaba ahí. Tampoco nosotros supimos más. Sesenta años más tarde —aquel arranque de locura ocurrió en los treinta, quizá un poco antes— la palabra todavía estaba viva, aunque vacía de significado. O, más bien, llena de especulación. Varias generaciones de la familia recordaban el estundaque sin saber exactamente qué era.
Alguien, pienso, tuvo que haber visto ese estundaque en el jardín, probablemente en las manos de la tía —aunque un estundaque también puede ser un poste, un blátido volador, el destello de una estrella moribunda—. Alguien tuvo que ser testigo del significado original de esa palabra. Y ese alguien, sospecho, más que testigo es un cómplice. ¿Pero acaso no somos eso los hablantes y las familias?
Zakarías Zafra
Mi padre parecía un personaje sacado de una obra de Juan Rulfo. Era lacónico. Tímido. Místico. Nació en 1905 en un pueblo del piedemonte andino: Carache, Trujillo. Estudió hasta segundo grado. Prácticamente se hizo a sí mismo. Comenzó como ayudante y luego se hizo dueño de una próspera pulpería. Mi madre era maestra. Quemaron las naves en 1965. Se vinieron a Caracas con diez hijos a cuestas. Y uno en camino. La familia se instaló en la vereda 61 de Coche. Costear la educación diversificada y universitaria de mis hermanos mayores —yo soy la número 10— suponía una gran erogación. Había que mandarlos a Mérida o a Maracaibo. Economía de escala: mejor mudarse a la capital.
Los vecinos veían a mi padre como una rara avis. Siempre andaba de paltó y sombrero. Él era el que cocinaba. El que nos cuidaba. El que nos llevaba al médico. Era el perfecto amo de casa. Nunca tuteó a nadie. Ni siquiera a mi madre, que era dulce, trabajadora y poco dada a los oficios domésticos. También llamaba la atención mi padre por su vocabulario. Soltaba palabras muy extrañas. Una de ellas era faltriquera. La usaba a menudo. Como había montado un puesto de venta de medias en el mercado de Coche, siempre cargaba efectivo. El dinero lo guardaba en la faltriquera. La palabra viene del mozárabe ḥaṭrikáyra. Significa bolsillo de las prendas de vestir. O lugar para las bagatelas. Esto según la RAE.
Cuando enterraron a mi padre, cargaba puesto su infaltable paltó. No llevaba medio en su faltriquera. Con él también murió esa palabra tan suya.
Gloria M. Bastidas
Algo huele mal en Dinamarca. Y en la patria de Bolívar las cosas apestan. ¿Recuerdas las miles de toneladas de leche en polvo que se pudrieron en Puerto Cabello? Eso debió desprender una embriagadora fragancia. ¿O las vaquillonas procedentes de Argentina que al ser diagnosticadas con encefalopatía espongiforme bovina fueron arrojadas por la borda? Luego aparecieron tumefactas, esferas peludas, en las costas de Falcón. El tufo de esos inocentes cuadrúpedos se unió a los aires miasmáticos de la costa. ¡Fo!, gritó el pueblo como reacción a las políticas públicas. O quizás no gritó nada —comenzaban a llegar pollos de Brasil y caraotas de Nicaragua— y entonces nació la autocensura. ¿Sabes si todavía se venderá peo líquido en las tiendas de magia? En mi adolescencia lo echábamos en las aulas para forzar la evacuación masiva. Lo mismo ocurrió con el país. Arrojaron peo líquido nacional y muchos tuvieron que salir despavoridos, tapándose la nariz y también los agujeros del bolsillo. Y cuando me gustaba alguna muchacha del Country o la Castellana, entonces ella me hacía el fo, me trataba como si tuviera mal olor en los pies o halitosis. Y yo, como buen alumno de colegio privado del este, también hice el fo, es decir, el ridículo. ¿Sabías que Blas Coll soñaba con un idioma hecho solamente de monosílabos? Lo bueno de los monosílabos es que nunca se pierden, sólo se esconden.
Gustavo Valle
«No es Olivia, es la finada Olivia», me corrigió una vez mi abuela al referirme a la mujer que acababa de morir. Aprendí a los nueve años que los muertos conservan su nombre si le agregas ese prefijo para distinguirse de los vivos. Sin él, decirle «Olivia» era irrespetar su nueva condición de muerta. La vi la última vez que estuvo viva; sentada sobre el capó de un Fiat rojo antes de caer golpeada por su esposo policía. Ser testigo fue mi primera relación con la muerte. Le dije a mi abuela: «¿Por qué se le dice así?» y su respuesta no pretendía ser pedagógica: «Porque está muerta», sino clara. “Finada” se convirtió en un zumbido molesto, como todo lo que no me explicaban por ser niña. En la misa del entierro escuché muchos «fin». Todos esos fines eran tablas despedazadas que se alineaban en forma de escalones flotantes en mi cabeza, salté sobre ellas y me sostuvo la certeza de que el fin de la finada Olivia era cercano. Por eso era la finada y no la finalizada; comprendí, tuve una felicidad clandestina en medio de los sollozos. Olivia no tenía que ser la impersonal: la muerta, la difunta, la víctima ¿o le finade?
Xenia Guerra
Para las tías y abuelas de mi familia, muy tradicionales en apariencia, la discreción pública era un valor. Entre ellas cuchicheaban, contaban chistes y se reían. Tenían un sentido del humor punzante. Yo no entendía el contenido pero sí el mensaje: dos mundos adultos coexistían elegantemente. El mío aún era aún un mundo controlado, el de las niñas bien portadas, que no gritan, no desordenan y se sientan bien derechas. El de las niñas fundamentosas. Diré que la noción de fundamento poco tenía que ver con una lógica racional, con la edificación de una idea. Aunque quizás lavar mi taza y guardar el individual, ordenar los útiles después de la tarea, guardar las zapatillas Mimis y las medias de pom-pom cada tarde, suponía un método y sus fundamentos. Claro, “Keila, qué fundamentosa estás hoy” tenía su precipicio, uno que me convocaba sin esfuerzo: “Keila, qué frasquitera eres”. Leo que una persona frasquitera “se entromete en asuntos o polémicas que no son de su incumbencia”. Sus sinónimos: entrépita, safrisca, confianzuda. Está claro: las probabilidades de ser frasquitera cuando eres curiosa son altas. Una niña frasquitera corre el riesgo de convertirse en mujer alborotada, quizás molesta. Una que expande el territorio que se le entrega resumido, busca conocer más de lo evidente. Investigo la etimología de la palabra y no doy con ella. Pero sí se esto: ser fundamentosa era una meta móvil, ser frasquitera, mi realidad. Ahora que he crecido entiendo que aquellas mujeres sonreídas eran por igual fundamentosas y frasquiteras. Supongo que heredé ambas formas, mi empecinamiento y mi curiosidad reclaman esa genealogía.
Keila Vall de la Ville
Me permito escoger una palabra extranjera porque es muy conocida también en el español, y ésta es una de las razones —su uso generalizado— por la cual la siento como una palabra perdida. ‘Gay’ en su ya antigua acepción era una palabra necesaria. Todas las veces que tengo que traducir ‘alegre’, siento su falta. ‘Happy’ es demasiado general, ‘joyful’ demasiado exaltado, ‘cheerful’ algo pedestre.
El uso de ‘gay’ para significar extravagante o ajeno a la moralidad común se remonta al siglo XVII, pero adquirió el sentido específico de homosexual en los años ’60 del siglo pasado. No quisiera negarles a los gays que lo escogieron un término que les conviene, pero lo triste es que se ha hecho imposible utilizarlo con su significado original. A parte su perdida en contextos comunes —una compañía alegre, una ocasión alegre—, hay pasajes en la literatura en que su resonancia específica es esencial, y que ahora son difíciles de leer sin ir descartando mentalmente la connotación nueva. Un caso es el poema Lapis Lazuli di W. B. Yeats, donde gay se contrapone a lúgubre y es un componente de la aceptación de lo trágico. Los viejos y centelleantes ojos de los sabios chinos son gay. Se sabe que “Hamlet and Lear are gay”.
Rowena Hill
¡Niña no sea frasquitera!, exclamaba doña Cristina al ver a su hija vestida de «hada madrina» para ir al colegio. La niña deseaba estrenar la barita mágica obsequio de su tío Simón. Había surgido en ella un invento, una ocurrencia, inútil y creativa. La frasquitería es para mí un lance extravagante, estrafalario, alguna insensatez, hasta novelera. Las conoce mi confidente, el albacea de mis días. Él sabe que a veces, se me antoja ir a ver algún «clásico del cine iraní», para dármelas de cinéfila intelectual y terminar aburrida hasta el cansancio. O, ser capaz de viajar hasta Frankfurt a una feria de libros para acompañar a mis amigos «infantiles», sólo por ser solidaria con su empeño editorial. O, acercarme a la orilla del agua para contemplar la luna llena y mecerme sobre una laguna. Ser «frasquitero» es un venezolanismo coloquial que si bien he leído puede referirse a ser entrometido y hasta echón; la acepción en la que yo lo utilizo está más bien cargado de una libertad intrépida e inventiva, la de un capricho intrascendente, un divertimento sin audacia bañado de fantasía. Ser frasquitero es difícil de traducir, lo sabe un patito que se queda rezagado, entre perdido y encantado, absorto ante los reflejos sobre la superficie del agua. Una frasquitería es un detalle, una pócima para conjugar las lágrimas o un hechizo para engañar las penas. Lo vive el farandulero y el funambulista en su pirueta, salto, goce. Es un arranque sin cordura, un fresco desvarío, una humorada de inspiración, anhelo con travesura.
Helena Arellano Mayz
De pequeño solían decirme: “Esas letras son unos garabatos”. Aquello, además de entristecerme, me hacía dudar de si esa palabra era adjudicada solo a mi minusvalía frente a la dictadura Palmer o si algo más en el mundo sobrellevaba aquel martirio.
Ciertamente, mi caligrafía constataba la primera acepción de “garabato” en el DRAE. Pero yo, criado en un universo de caricaturas y videojuegos, no lo sabía. Del otro lado de la pantalla nadie hablaba sobre eso. Menos aún podía imaginar su origen agrario. Del prerrománico no supe hasta que estudié Letras y “gancho” era el de ropa, o el del Capitán Garfio.
Mi tío, europeo amante de la naturaleza y los trabajos manuales, un día me dio un “garabato” para ayudarlo a escardar la maleza. El objeto, también llamado “almocafre”, resultó un prodigio. Aquel deforme palo, como mi letra, era una herramienta extraordinaria, valorada desde tiempos inmemoriales. Fui feliz.
Luego, la vida le otorgó otro significado, distante al del diccionario. La nueva acepción estaba en unos versos de Octavio Paz:
“Con un trozo de carbón
con mi gis roto y mi lápiz rojo
dibujar tu nombre
el nombre de tu boca
el signo de tus piernas
en la pared de nadie”.
Humberto Valdivieso
6:00 a.m., a 1000 msnm, en la cordillera Andina, Táchira, San Cristóbal, para ser más exacta. Ambiente húmedo y un frío de 20 grados. Cielo de un azul oscuro, casi negro, y la neblina que cubre, como una suave capa blanquecina, todo el panorama hasta el suelo mojado; allí se siente la garúa. Mínimas gotas, más ligeras que una lluviecita, como una llovizna, pero más pequeña y fina. Casi imperceptible a la vista, ni siquiera parece caer del cielo, sino que se desprende de la niebla. La garúa es como el último aliento de una gran lluvía.
“Está garuando, corran al carro”, decía mi papá en las mañanas cuando íbamos al colegio. La garúa permite correr solo con suéter y sin sombrilla,con plena seguridad de que no nos enfermaremos y llegaremos a nuestro destino como si jamás hubiésemos estado en contacto con el agua, aunque sí, la sentimos.
Tengo la idea de que la garúa solo está en mi niñez y ocupa los Andes venezolanos, porque nunca la he escuchado decir a alguien fuera de allí. Aun así, Tejera en su diccionario apunta que la garúa caía sobre las tierras venezolanas desde Humboldt e incluso acompañó a personajes deMeneses y Andrés Eloy Blanco ¿Aun cae garúa en nuestro país? Es probable que hayamos perdido la capacidad de percibirla. Ya no escucho ni siento la garúa, quizá nos ha dejado de importar el tamaño y grosor de las gotas que caen sobre nuestro cuerpo.
Laura Linares
Hace muchísimos años una vecina nuestra se pegó un tiro. Sí, fue en la casa de enfrente y fue el primer encuentro con la muerte, cruda, estrafalaria y al alcance de la mano. También fue el primer encuentro con la guanábana.
No la fruta, no (esa ya la conocíamos), sino más bien una situación privilegiada en la que alguien estaba en las buenas con dios y con el diablo, o viceversa. A aquel velorio habían asistido el uno y el otro porque aquella era una familia que “estaba en la guanábana”, había dicho mi madre.
En la mañana llegó el primer político, que de casualidad estaba en aquel pueblo chico de gran infierno, en el que las vecinas un día cualquiera decidían pegarse un tiro, así como quien decide hacerse la permanente (eran los años 80).
En la tarde llegó el gobernador, del bando contrario.
No se sabía quién era dios ni quien era diablo. Y decían los mayores que estos hombres eran opuestos, aunque se veían idénticos.
Blancos y verdes, los colores de los bandos, como la guanábana.
Esa fruta que no era una fruta. Sino una condición.
Mil años después, la guanábana es un estado mucho más complejo.
Liliana Lara
Una de las palabras que suelo citar entre las diez más hermosas de nuestra lengua castellana. A su cadencia y sonoridad musical asocio gratas resonancias de los felices años de infancia.
Cuando la calle era el escenario cotidiano de los juegos y la amistad, de la seguridad de un refugio, consentido y respetado. La Guarimba.
Me he llevado ingrata sorpresa al buscar en la web la palabra Guarimba y la primera entrada que coloca Google es una imagen de vehículos incendiados, humo lacrimógeno, caos y la leyenda: retrato de guarimberos.
Hay una segunda decepción, en la parquedad del Diccionario de la lengua española: la palabra guarimba no está en el Diccionario.
La neolengua chavista ha sido terriblemente eficaz no solo con la invención de palabras que son el fundamento simbólico de su lógica totalitaria y populista, sino también al colonizar espacios esenciales de nuestro imaginario.
Recuerdo con nostalgia la felicidad cuando al correr y abrazarnos a un poste era un seguro refugio gracias al compromiso y el valor de la palabra compartida: Guarimba, exclamaba uno y estaba a salvo.
Óscar Lucien
Old and wide friend, Black Agustín allowed me a loud laugh by remembering episodes of our school life. We have inhabited the elderly for a while, but the memories of adolescence constantly resort, perhaps to honor the companions who are taking trains without return. Agustín recounted for a non -unexpected moment. The priests threw it for lousy student performance by traveling from third to fourth year of high school. He was not a bad student. "And then what happened, black?!", I brought up my voice. "He was Enguayabao!" He said without a doubt and without penalties. Black was sent to the Teques, to a campus with a reputation for reformatory. He approved the fourth year with brilliance and decision, but demanded that his father return to Caracas school. There the psychologist locked him without releasing the cigarette, but he surrendered for a medical vocation expressed without signs. They accepted the friend that a year later he carried Bachelor's title with us. Today pediatrician, he is able to remember the spasmodic movements of an injured heart, but contumaz in the illusion. Because Guayabo exists, even if it changes ages and actors, and it releases terms like the one used by my niece: now the boys bounce.
Gerardo Vivas Pineda
«Thank you», a word almost extinguished in our daily lives Caracas and Venezuelan, which has represented a significant value in my existence.Anecdotes I have many, from my childhood until today.As a child in my Marabine family home was learned day by day.My mom told us: “When they receive something, what is said?Thank you!".
We had a neighbor who always passed us through the house a special food plate.My mother returned it by telling him thank you!With something also special.
I quote two recent experiences: I walked through my neighborhood and gave the good morning to a homeless, and looking at me, I thank me.I told him, thank you? And he replied: "Yes, because they have never given me good morning."
The other, went out to buy some flowers and returning home a lady in front of a place told me: "If you don't have to give them to I received them with pleasure," I walked a few meters and returned to give them to you, surprised me gave me a thousand thanks and thank you so much and Blessings.
Tremendous lessons of hope, of continuing to believe that giving thanks or receiving them is a libertarian, humanitarian act that fills our lives.
Alberto Asprino
Guachapear is a gift from my friend Isabel, 94, when I ask him - as I have been importing friends and relatives - by disused words. The family reminds the grandmother ready to get out with the carriel hanging from the forearm, asking us not to say nonsense or expand too much; I remember the morning that was put on the sleepy. The Quijotesca rock holds a very wide repertoire of pulpería to the first aid myself, Lupanar, Lavativa, Mergano, Drizzle and Pescozón (such as Arerapera). Isabel looks at me for a while, climb the staircase, go down with her red notebook and examine me passing page after her page's page, to see if I know what they mean. Calendula is the rosary; Tococa a large Creole chicken; Toporo a glass of coconut or tapara to drink coffee (equivalent to the choroto, according to Rosenblat); Realenga a woman alone, scratching a bad way of sitting, and Guachapear: as it sounds, wash her clothes by hand in the river, hitting her against the slabs. Las Lavanderas in an old version of the Red Riding Hood, without a hunter: we sang gloves the sheets when on the other side of the river a girl dressed as an incarnate asked us for help; We launched a sheet and brought it to this shore.
Elizabetta Balasso
Relegated from everyday vocabulary, I had forgotten her.I was a child when I heard that word for the first time.I was with several friends in the corral of my house and in the shadow of a mammon bush we planned some evil because we spoke quickly in "Cuti" and at times in the language "F", so that no one would find out about our burning.Although, "Cuti" was placed as a prefix to each syllable, talking in "F" was a bit more complicated because it consisted of dividing the words into syllables and to each of these add an "F" followed by the preceding vowel.In the midst of that gallimatisms, one of my aunts approached the gang and exclaimed: "Leave the jargon and go to the dining room, that the torches cool."
The RAE dictionary defines "Jargon" as a "language of bad taste, complicated and difficult to understand", while Corominas, in its etymological dictionary, qualifies the jargon as a form taken from the Frenchman Jargon (jargon), which in the12th century was associated with the "Bird Gorge", "Voice of Animals", "Gossip, Charlete" and "Incomprehensible language of malefactors."
While we got up from the table, one of ours went to my aunt telling him with mischief: "GraphiafatofatoforrefejafasfaFabanafaofasrificaofas."My aunt smiled, muttering for herself: "Sonfounofosdefemophonfos."
Edgar Cherubini Lecuna
Finding out between words in disuse, I found Basin, which designates a container used for cleaning.My mother kept a white porcelain game decorated with blue flowers in her cupboard, composed of the aljoofaina (so she called her) that was like a large deep dish and the aquamanil, which was a jug with peak to pour theWater.It had been, she said, my paternal grandmother's sink, her mother -in -law, Elizabeth Shelley.Maybe, she fantasized, also there would have been washed Mary Shelley, Frankestein's writer.And she stopped counting.In my house it was always just an object of ornament.And cult.
The linguistic family of the word Basin and its uses on both sides of the Atlantic, gives the synonyms of the Palangana, Palancana, Zafa, Aguamanil, and Bacía, of Cervantino lineage.Some dictionaries give origin the term Arabic Chafaina, diminutive of chafna, bowl.
The poet Gustavo Adolfo Becquer, describing the monastery of Veruela, in his letter* addressed to Miss Mrs. L. A says.:
«Figure a church as great and as imposing as the most imposing and biggest of our cathedrals.In a corner, on a magnificent pedestal carved from capricious figures, and forming the strangest contrast, a small loza alkofain of the most enough, serves as a stack for blessed water. ”
*»From my cell» (1871) Gustavo Adolfo Becquer
Milagros Mata Gil
Although in the memory we often return to the images and situations related to it, this word disappeared a long time ago from the daily language of Venezuelans, the main reason is economic, the Venezuelan currency has degraded over time, being particularly vertiginous or violent His decline in the last 22 years. Towards the mid -1960s, it was usual to talk about those coins of 12 and a half cents, greenish, perhaps for some nickel content, with mahogany tones; Certain foods, food or household items could be acquired with three of those coins. Perhaps the most significant use corresponded to the “Tres Lochas” school. With those coins we could buy an empanada, a golfe and even an orange juice or a soda. Much more than you can buy with the minimum wage or social security pension in this current reality. Sometimes when I wanted to buy a cartoon supplement, I kept one of those daily lochas until completing the six or the real and half that cost the supplement.
Alfonso L. Tusa C.
Words are not lost.Perhaps they are forgotten as childhood friends who are not present but when they are evoke, that same emotion of child fraternity returns.However, worse things can happen to words than oblivion.After all, linguistic oblivion holds a chickpea category such as "archaism", an honorable sitial where words that used Cervantes, Lope de Vega or our ineffable Andrés Bello.More tortuous instead is the destiny of distortion.There they are arrested and deformed.In Venezuela the word "justice" has run with that terrible luck.
It no longer means acting according to the truth, it is not even the moral principle that forces each one to give it.In Venezuela "Justice" is synonymous with revenge, of disrespect for the human condition, of repression.Referring to "justice" cruel unproposits are committed, the enemy is destroyed, fear is imposed.They have removed that lady's bandage that she was so worthy of her and bought her as a meretor.
Recovering the meaning of "justice" will be a first step to also unravel what "Venezuela" means, a word so attacked that it is no longer known what it is.
José Tomás Angola Heredia