Iván Giménez Chueca
“Salí de Bataán y volveré”. Con esta icónica frase, el general Douglas MacArthur quería levantar los ánimos de su país después de su salida de Filipinas, en marzo de 1942. Tras de sí, dejaba a veintitrés mil soldados estadounidenses y cuarenta y dos mil filipinos en manos de los japoneses, así como a quince mil civiles norteamericanos. Otro golpe más para EE. UU. al inicio de las hostilidades en el Pacífico.
El enardecido discurso del carismático MacArthur no era suficiente. EE. UU. necesitaba héroes inspiradores para que el país asumiera que casi cuarenta mil compatriotas habían caído en manos del enemigo tras la derrota en Filipinas. De esos miles de cautivos, llamó la atención la historia de setenta y siete enfermeras de la marina y el ejército estadounidenses, que habían quedado atrapadas en el archipiélago.
Lee tambiénCuando la caída de Manila era inminente, la mayoría de ellas escaparon junto al resto de fuerzas estadounidenses, con la excepción de once de la armada, que fueron capturadas en la capital. El resto, las integrantes del ejército, trabajaron sin descanso en las junglas de Bataán. Atendían a los heridos en hospitales de campaña, en pabellones al aire libre y con medios muy limitados. El problema no eran solo las balas y los obuses japoneses, sino el dengue y otras enfermedades que causaban estragos.
En abril de 1942, las tropas filipinas y estadounidenses se rindieron en Bataán, pero antes, el general Jonathan Wainwright, que había asumido el mando tras la marcha de MacArthur, insistió en que las enfermeras fueran evacuadas a Corregidor.
En esta isla en la bahía de Manila, las tropas estadounidenses plantearon la última resistencia hasta su capitulación, el 6 de mayo de 1942. Las enfermeras trabajaron en un hospital, dentro del complejo subterráneo que el ejército de EE. UU. tenía allí. Del total de sanitarias, un pequeño grupo de enfermeras pudo ser evacuado por barco a Australia, pero el resto, sesenta y seis, se quedaron hasta el final.
Entre los once mil militares que se rindieron, estaban estas enfermeras, que lograron, involuntariamente, otro hito: ser el primer grupo de mujeres estadounidenses capturadas por el enemigo en tiempo de guerra.
Las enfermeras cautivas pronto se convirtieron en un elemento para reforzar el discurso bélico de ambos bandos. Los japoneses las exhibieron como una muestra de su gran victoria en las Filipinas, mientras que en EE. UU. su recuerdo se usó como estímulo para vengar la derrota o avivar la producción armamentística a través de carteles de propaganda.
Lee tambiénEse mismo verano las enfermeras fueron separadas de sus compañeros. Los japoneses las llevaron al campo de prisioneros que habían instalado en la Universidad dominica de Santo Tomás, en Manila. Este centro de detención no estaba destinado a militares, sino a civiles extranjeros de nacionalidades que el Imperio del sol naciente consideraba sus enemigos.
En Santo Tomás se hacinaron seis mil prisioneros –principalmente, estadounidenses–, en unas condiciones higiénicas y sanitarias que se comenzaron a deteriorar muy rápido. Las enfermeras decidieron no ser unas cautivas más, a la espera de su liberación o su muerte, y se organizaron para atender a los centenares de civiles afectados por las enfermedades y la malnutrición.
Lee tambiénLa crueldad de los nipones se explica por la interpretación desviada que hacían del bushido –el código guerrero de los samuráis–. Para ellos, la rendición era algo vergonzoso, por lo que los soldados prisioneros no les merecían ningún respeto.
Sin embargo, aunque no sufrieran agresiones por parte de sus guardianes, el riesgo de enfermar o la malnutrición estuvieron muy presentes durante su cautiverio. Como media, las setenta y siete sanitarias perdieron alrededor de un 35 por ciento de su peso.
En mayo de 1943, las once enfermeras de la armada se presentaron voluntarias para ir al nuevo campo de prisioneros de Los Baños. Los japoneses lo habían construido dentro de su estrategia para redistribuir a los cautivos, con el fin de evitar la sobresaturación existente en Santo Tomás y otras instalaciones de internamiento. Era más una cuestión práctica para manejar mejor a los prisioneros que no un programa para dispensarles un trato humanitario.
Al frente del grupo de once sanitarias estaba la teniente y enfermera jefe Laura Cobb. En Los Baños se unieron a otros dos mil prisioneros, que eran, prácticamente en su totalidad, también civiles. Allí reprodujeron la rutina de trabajo que habían puesto en práctica en Santo Tomás, optimizando con gran esfuerzo el escaso material que tenían.
Lee tambiénEn octubre de 1944, el general MacArthur cumplió su promesa de regresar a Filipinas. Las tropas aliadas desembarcaron en la isla de Luzón, comenzando diez meses de combates con los defensores japoneses. Los aliados, conocedores de la situación en los campos de prisioneros, lanzaron operaciones de rescate muy audaces con la inestimable ayuda de partisanos filipinos.
En el curso de estas acciones, las integrantes de los Ángeles de Bataán fueron liberadas. El primer grupo rescatado fue el de Santo Tomás, en enero de 1945. Las tropas de la 1.ª división de caballería evitaron que fueran víctimas de las represalias que las tropas japonesas lanzaron contra la población civil durante la batalla de Manila.
Tres semanas después, Cobb y las demás enfermeras de la armada fueron rescatadas en Los Baños, junto al resto de los internos. Fue un arriesgado golpe de mano de paracaidistas estadounidenses y guerrilleros filipinos, y se considera una de las operaciones de rescate de prisioneros más exitosa de la historia.
Tras la liberación, el calificativo de Ángeles de Bataán se hizo muy popular, aunque durante la guerra habían sido conocidas por otros nombres. Durante los primeros combates en la jungla, las enfermeras se denominaban a sí mismas “las bellezas luchadoras de Bataán”. Luego, en los diferentes campos de prisioneros, serían conocidas como “las sagradas once”, en referencia a las enfermeras de la armada en Los Baños.
Pero su popularidad fue fugaz tras la liberación, pese a haber cuidado de centenares de personas a las que aliviaron su cruel cautiverio. Es cierto que se les otorgó la condecoración de la Estrella de Bronce, que reconoce un servicio meritorio. Pero no se les dispensaron reconocimientos mayores, ya que estos estaban reservados a los soldados que habían participado en misiones de combate. Incluso alguna, como Dorothy Danner, sufrió secuelas físicas por su cautiverio y apenas recibió ayuda del gobierno estadounidense.
No sería hasta los años ochenta cuando llegaron los homenajes importantes. En 1983, el ejército de EE. UU. las reconoció como un modelo a seguir por todos los sanitarios que servían en sus filas. En 2001, la capitana Davison recibió póstumamente (había fallecido en 1956) la medalla al mérito distinguido, una de las máximas condecoraciones de la nación.