Por Paloma Simón
Hubo un tiempo en el que, para coincidir con la mujer del presidente del Gobierno, Carmen Romero, y con la duquesa de Alba, con la presentadora de moda o la actriz del momento, solo tenía que ir a una dirección concreta de la madrileña calle de Serrano: la de la boutique del diseñador Alfredo Caral (Madrid, 1944-Murcia, 2021). “Hasta la cantante británica Sade, que como sabrás vivió durante una temporada en Madrid, visitaba la tienda con frecuencia. Era fan de las colecciones de bisutería de Alfredo”, evoca hoy Rubén González, compañero del diseñador y quien anunció su reciente fallecimiento.
Caral, que en la actualidad residía en la Región de Murcia, donde se instaló hace años atraído por su pasión por el Mediterráneo, vivía entregado a su pasión por la artesanía -se había especializado en tejidos, que pintaba a mano-, a los encargos que todavía recibía de clientas cercanas y a la docencia. “Alfredo dejó la moda de forma natural. Llegó un momento en el que el estilo al que él estaba acostumbrado evolucionó, se fue imponiendo el prêt-à-porter, lo que unido a ciertos cambios en su vida personal le llevaron a instalarse cerca del Parque Natural de Calblanque, que le encantaba. Si alguien le encargaba un traje, lo hacía. Pero con los tejidos encontró una vocación que, además, le permitió cerrar en cierta manera el círculo", explica González, que atesora multitud de anécdotas de la época dorada del modista, cuando vestía al quién es quién de la sociedad española. “Políticas y políticos, porque también tenía línea de hombre, aristócratas, folclóricas, gente del artisteo…”, enumera. “Cuando vino Cindy Crawford a España, Alfredo le dejó una bata; le pintó las cejas a Sofia Loren. Cayetana de Alba era asidua a la tienda de Serrano. Por entonces estaba casada con Jesús Aguirre y solía comprarle regalos. Después, se los escondía por el Palacio de Liria para que él los fuese descubriendo. Y si alguien la veía por el escaparate de la tienda y no le apetecía saludar, pedía que la escondiesen en el cuarto de baño o en el almacén. ‘No quiero ver a esa persona, metedme en algún sitio’, decía”. González recuerda emocionado la visita de la actriz estadounidense Shirley McLaine, “que era uno de los mitos de Alfredo, que se quedó prendado de ella. Se quedó bloqueado y le dijo: ‘Señora McLaine, nunca olvidaré que ha venido usted a mi tienda y elegido alguna de mis prendas’. Y ella le contestó ‘señor Caral, yo nunca le olvidaré a usted”.
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Caral nació en una familia vinculada al sector de la cosmética. Sus padres regentaban una perfumería-droguería en el Mercado de la Paz y, de niño, hacía de chico de los recados. “Iba a las casas de las señoras del Barrio de Salamanca a llevar los pedidos, y acababa hablando con ellas de moda. Era muy aficionado al dibujo y, haciendo bocetos, descubrió a Christian Dior y empezó a indagar. Tenía 12 años”, evoca González. Cuando el negocio familiar se convirtió en una cadena de perfumería de alto standing, Caral se interesó por la cosmética. Estudió en Nueva York y se convirtió en un reputado maquillador. “Empezó a tratar con modelos y, poco a poco, de forma autodidacta, a crear colecciones. Su primer desfile en el Hotel Villamagna ya fue un éxito, porque contó con el apoyo de todas las mujeres que había conocido durante su etapa como profesional de la belleza. Su musa fue la modelo de origen alemán Kim Talbot, que era la mujer del embajador de Portugal en España”, recuerda González, que describe a Alfredo Caral como un “visionario” capaz de hacer “lo más moderno y lo más clásico, siempre de una forma atemporal. No tienes más que ver sus creaciones de entonces para comprobarlo”.
La reina doña Sofía fue otra de esas mujeres que, como Carmen Romero, recurrió a Alfredo Caral por su habilidad para crear trajes elegantes y, como subraya González, “atemporales”. “La vistió, pero jamás la vio en persona. En aquella época una asistente de la reina contactaba con los diseñadores, les pedía lo que querían, les facilitaba sus tallas, y luego ellos iban a Zarzuela a entregarle los pedidos. Aunque no había trato personal, ella sabía perfectamente quiénes eran los diseñadores que la vestían”, apunta González. El de la reina de España no fue el único contacto de Caral con la realeza: en una ocasión llegó a bailar con Lady Di. ”Alfredo estaba en Londres como parte de una delegación de diseñadores españoles. En un acto en la Embajada de España en la que estaban los príncipes de Gales hubo un baile y, en uno de esos momentos en los que se cambian las parejas, le tocó la princesa Diana. Fueron unos minutos nada más, pero para él fue impresionante”.
En los últimos tiempos Caral había diseñado una línea de kimonos. “Consideraba que, en estos momentos, era muy importante vestir cómodo pero elegante”. Admirador del trabajo de Iris van Herpen, el modista se mantenía al día del devenir de un sector que conoció a la perfección, de una industria de la que formó parte y en la que había tocado, como dice su pareja, ”todos los palos. Hizo hombre, mujer, prêt-à-porter, alta costura, uniformes -de Iberia, de Aviaco, de Telefónica- y, por supuesto, vestuario de películas". En efecto, Caral fue el responsable de la indumentaria de la actriz Helga Liné en Laberinto de Pasiones , y de Mary Carrillo en Entre Tinieblas, ambas de Pedro Almodóvar. “Disfrutó mucho trabajando con Almodóvar y siempre contaba cosas divertidísimas. Y no solo vistió a las chicas Almodóvar: también a las chicas Hermida. Se hizo muy amigo de Concha Galán, de Nieves Herrero… Le encantaba ir a la televisión. A a Alfredo le apasionó todo lo que hizo, era un disfrutón de la vida. Y estaba encantado con su vida actual. Si sentía nostalgia, era pasajera. Vivía el presente, no miraba atrás”.