Todo viajero, cuando se es viajero en el sentido pleno de la palabra, busca algo. Contemplar las ruinas de un templo al atardecer, sentir el bullicio de un bazar, lograr la inmovilidad absoluta junto al mar, atravesar una cordillera o experimentar un sabor inalcanzable. Margaret Fountaine buscaba mariposas, o quizás buscase la libertad que le ofrecían las mariposas.
Nació en una familia próspera de la Inglaterra victoriana y se educó con tutores junto a sus hermanas. Era fantasiosa y enamoradiza. En el diario que comenzó a escribir a los 16 años, y que no abandonaría hasta su muerte, dejó constancia de su infatuación por un joven irlandés que cantaba en el coro. Le veía cada domingo en los servicios religiosos y le seguía por las calles, pero nunca se dirigió a él.
También dibujaba catedrales, visitaba jardines botánicos y la colección de mariposas de un amigo de la familia, Henry Elwes, un conocido naturalista. A los 20 años una cuantiosa herencia cambió su horizonte. No era necesario someterse al mandato que imponía el deber de casarse. Fountaine consideraba el hogar un “absoluto aburrimiento”, según manifiestó en su diario. Hizo uso de su independencia para viajar.
VIAJERA INTRÉPIDA
Su primer destino fueron los paisajes alpinos de Francia y Suiza. Acompañada por su hermana y provista, como era habitual entonces, de una red para cazar mariposas, reconoció en sus paseos algunos de los ejemplares que le había mostrado Elwes. La caja que llenó de estos insectos alados sería el germen de su propia colección.
Su vocación se fijó con la rapidez de quien busca un destino. Marchó a Córcega en busca de nuevos especímenes. No se planteó limitarse a coleccionarlos. Su ambición era científica. Contactó con otros viajeros relacionados con los lepidópteros. Era un mundo de hombres en el que no dudó en asentarse.